Todo parece extraño al hombre invasor. La ansiedad por las propiedades lo lleva a ‘capitular’, a pactar con la Corona Española que, bondadosamente, accede a tal pedido. Las tierras conquistadas quedan saqueadas; son un campo de batalla donde el poderoso ridiculiza al aborigen, deshumanizándolo. Es como, algunos religiosos dieron una voz de aliento y, en ocasiones se aboga para lograr un mejor trato. “Es la consolidación de la república de los siervos en beneficio de la república de los libres... La dura pedagogía de la opresión es el constitutivo esencial del paso del no-ser al ser: del bárbaro al civilizado, del infiel al evangelizado”[1]. El indio está indefenso y al servicio del opresor; reducidos a una esclavitud práctica de servicio personal y despojado de su propiedad económica y cultural.
El saqueo y la muerte son justificados. Nuestro indio vive en libertad, amando y luchando con la naturaleza. Pero, ahora lucha contra una fuerza que lo somete a trabajos forzados. Se usa la violencia para la conquista y la “evangelización” para educarlo. Sin embargo, las creencias, la estructura social, las costumbres son abolidas por una cultura ajena y sin sentido inicial: nueva lengua, práctica de nuevas leyes y un esquema de servicio.
El campo de lucha indígena está desolado en el “pensamiento”. Se impone la cultura del servicio con un legado desconocido. Los religiosos que acompañan al conquistador pretenden la evangelización del indígena, para salvar su alma. En el transcurso, nace una ola indigenista que defiende la no – violencia y pregona justicia en el trato. Los desmanes de la conquista continúan por móviles económicos “como los repartimientos de tierras, la encomienda de indios, el servicio personal, la carga, las naborías, la boga, el laboreo de minas, el sistema de tributación, entre otras, fueron haciendo irreversible el establecimiento de lo que sería lentamente la Nueva Granada y la actual Colombia”[2].
Estos aventureros quieren la organización de una nueva sociedad, en donde la colonización arrasa con los vestigios humanos del indio a través de la explotación. Las ruinas de la cultura aborigen inician un proceso de encuentro con la cultura peninsular. Es un encuentro violento en donde la espada, el escudo y el arrojo invasor aplastan la resistencia original[3], gracias a las argucias de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada. Pero, el indio vive una situación miserable por la dependencia total con relación a la Metrópoli, caracterizada por un rígido centralismo y por dar valor a la mano de obra.
La relación cultural con el aborigen es la marginación y la degradación humana. El medio de comunicación es el trabajo y la esclavitud. La palabra no guarda sentido ni significado para el invasor. Los lamentos son el medio de expresión que guardó sentido y valor de ‘escucha’.
El indio actúa y piensa. La rebeldía se encamina a la búsqueda de la autenticidad y a romper los lazos de la esclavitud que han impedido el despertar. La corrupción del ‘salvaje’ – como persona - acaba con la estructura cultural. Sin embargo, el indígena es una persona con plena libertad. La lucha es constante contra un título de legitimidad y servidumbre esclavista. Los defensores son incapaces de romper con las crueldades e injusticias del reino.
El aborigen no puede estar alejado de la realidad. Él se hace partícipe de la humanización, de la utopía planteada de ‘crear’ un hombre nuevo en un mundo explotado. ¿Cómo recibir enseñanzas prácticas cuando hay deshumanización? ¿Cómo crear un ambiente literario para escuchar los lamentos? Se tiene que formar una sociedad nueva, donde el español, el indio y el negro la componen en una tentativa de mestizaje. Una sociedad que busca y da razón a la identidad personal y cultural. Hay manifestaciones con intencionalidad filosófica, literaria e ideológica... que tomarán las riendas dialécticas de la sociedad.
[1] SALAZAR R., Roberto J. Filosofía de la Conquista de Colombia. Editorial El Búho. Bogotá, 1983. Pág. 24 – 25.
[2] SALAZAR R., Roberto J. Filosofía de la Pacificación en Colombia. Editorial El Búho. Bogotá, 1984. Pág. 7 – 8.
[3] Ibídem. Pág. 11 – 12.